Creo que no era un náufrago...
Era una tarde tibia y paseábamos por la bahía como siempre, disfrutando del mar cercano y de las arenas cálidas. Pablo se mojaba los pies y corría alrededor de nosotros, mostrándonos los caracolitos que iba recogiendo.
Cuando ya estábamos a punto de volver, avistamos un cofre pequeño parecido a un alhajero, al que las olas golpeaban con insistencia contra la orilla.
Grande fue nuestra sorpresa cuando, más allá de las olas, vimos a un chico, de unos diecisiete años, que yacía semiahogado sobre la arena.
Su cuerpo exibía algunas magulladuras. Tratamos de reanimarlo. Cuando abrió los ojos, lo ametrallamos a preguntas. Sus respuestas eran incoherentes.
Decidimos levantarlo y llevarlo hasta el hospital del pueblo. En el apuro, nos olvidamos de alhajero, pero Pablito me lo recordó y regresamos corriendo al lugar, mientras Emilio, mi marido, se quedaba cuidando al chico. Buscamos el cofre con vehemencia hasta encontrarlo semienterrado en la arena. Pablo y yo apuramos el paso para llevar al joven a la clínica.
Cuando llegamos allí, los doctores nos aconsejaron mantenerlo en terapia intensiva, ya que al tragar tal cantidad de agua, había entrado en estado de coma.
Decidimos no comentarles nada a los médicos acerca del cofre, y Emilio se lo llevó a nuestra casa y lo colocó cuidadosamente en la buhardilla. Se quedó en casa con Pablo, mientras yo me quedé a velar el sueño del enfermo.
Me enternecía verlo lleno de tubos, sin parar de inhalar ese oxígeno que lo mantenía con vida. Sin ninguna cohesión, comenzó a relatar una historia de un rehén, de no sé que lugar inhóspito. Soñaba intranquilo, según mi opinión.
De pronto, se levantó como alcanzado por un rayo, arrebató todos los cableríos que obstruían sus movimientos, y recién después reparó en mi presencia.
Su mirada sobrehumana me aterrorizó. Sus ojos desprendían fuego, pero su cuerpo estaba debilitado. Cayó arrodillado a mis pies, mientras musitaba entre dientes:
-El cofre.... lo... necesito...
Salí corriendo del hospital. Curiosamente, no alerté a los médicos. Parecía que estaba predestinada a obedecer su orden.
Llegué a mi casa, entré y fui directamente a buscar el alhajero. En el camino me encontré con mi marido y le expliqué todo. Yo pensaba que su adhesión a mi locura iba a ser inmediata, pero en vez de eso me recomendó ver un psiquiatra y me dijo que se volvía a la cama.
Estaba sola en mi propósito. Encontré el cofre y me volví al hospital.
Cuando llegué, el chico estaba desplazándose lentamente hacia su cama. Lo ayudé a incorporarse y le entregué el alhajero.
Su rostro se iluminó rápidamente, y sus mejillas se colorearon. Luego, todo sucedió en un segundo. El cofre comenzó a abrirse solo en sus manos, lentamente. De él comenzaron a emerger miles, millones de esferas brillantes del tamaño de un botón.
Cuando terminaron de salir, una luz enceguecedora llenó el cuarto y me impidió ver más. Me sentí mareada y desfalleciente, y me desmayé mientras una voz que flotaba en el aire decía:
- Graciaaaaaaaaaaaassss...- como si cada a pudiera estirarse como un chicle.
Al despertarme, fui yo la que me encontraba en la camilla del hospital. Mi marido me contó unos días después lo que había sucedido, según los doctores:
Cuando ellos me encontraron, el joven yacía muerto a mi lado. Había fallecido de muerte natural, al no poder recuperarse. Para los médicos, él nunca había superado el estado de coma. Atribuyeron mi desmayo a la falta de alimento y de sueño.
Decidí no comentarle mi alocada historia a nadie, para que no me consideraran loca. Por eso estoy desahogándome con usted.Ahora creo firmemente que los alienígenas existen. Es más, el otro día vi unos monitos verdes descender del cielorraso y posarse en mi chaleco de fuerza. ¡Se reían de mí, los desgraciados! Y ni le cuento del unicornio volador, o de la cara que me mira del otro lado del espejo. Usted me cree, ¿no, doctor?
Cuando ya estábamos a punto de volver, avistamos un cofre pequeño parecido a un alhajero, al que las olas golpeaban con insistencia contra la orilla.
Grande fue nuestra sorpresa cuando, más allá de las olas, vimos a un chico, de unos diecisiete años, que yacía semiahogado sobre la arena.
Su cuerpo exibía algunas magulladuras. Tratamos de reanimarlo. Cuando abrió los ojos, lo ametrallamos a preguntas. Sus respuestas eran incoherentes.
Decidimos levantarlo y llevarlo hasta el hospital del pueblo. En el apuro, nos olvidamos de alhajero, pero Pablito me lo recordó y regresamos corriendo al lugar, mientras Emilio, mi marido, se quedaba cuidando al chico. Buscamos el cofre con vehemencia hasta encontrarlo semienterrado en la arena. Pablo y yo apuramos el paso para llevar al joven a la clínica.
Cuando llegamos allí, los doctores nos aconsejaron mantenerlo en terapia intensiva, ya que al tragar tal cantidad de agua, había entrado en estado de coma.
Decidimos no comentarles nada a los médicos acerca del cofre, y Emilio se lo llevó a nuestra casa y lo colocó cuidadosamente en la buhardilla. Se quedó en casa con Pablo, mientras yo me quedé a velar el sueño del enfermo.
Me enternecía verlo lleno de tubos, sin parar de inhalar ese oxígeno que lo mantenía con vida. Sin ninguna cohesión, comenzó a relatar una historia de un rehén, de no sé que lugar inhóspito. Soñaba intranquilo, según mi opinión.
De pronto, se levantó como alcanzado por un rayo, arrebató todos los cableríos que obstruían sus movimientos, y recién después reparó en mi presencia.
Su mirada sobrehumana me aterrorizó. Sus ojos desprendían fuego, pero su cuerpo estaba debilitado. Cayó arrodillado a mis pies, mientras musitaba entre dientes:
-El cofre.... lo... necesito...
Salí corriendo del hospital. Curiosamente, no alerté a los médicos. Parecía que estaba predestinada a obedecer su orden.
Llegué a mi casa, entré y fui directamente a buscar el alhajero. En el camino me encontré con mi marido y le expliqué todo. Yo pensaba que su adhesión a mi locura iba a ser inmediata, pero en vez de eso me recomendó ver un psiquiatra y me dijo que se volvía a la cama.
Estaba sola en mi propósito. Encontré el cofre y me volví al hospital.
Cuando llegué, el chico estaba desplazándose lentamente hacia su cama. Lo ayudé a incorporarse y le entregué el alhajero.
Su rostro se iluminó rápidamente, y sus mejillas se colorearon. Luego, todo sucedió en un segundo. El cofre comenzó a abrirse solo en sus manos, lentamente. De él comenzaron a emerger miles, millones de esferas brillantes del tamaño de un botón.
Cuando terminaron de salir, una luz enceguecedora llenó el cuarto y me impidió ver más. Me sentí mareada y desfalleciente, y me desmayé mientras una voz que flotaba en el aire decía:
- Graciaaaaaaaaaaaassss...- como si cada a pudiera estirarse como un chicle.
Al despertarme, fui yo la que me encontraba en la camilla del hospital. Mi marido me contó unos días después lo que había sucedido, según los doctores:
Cuando ellos me encontraron, el joven yacía muerto a mi lado. Había fallecido de muerte natural, al no poder recuperarse. Para los médicos, él nunca había superado el estado de coma. Atribuyeron mi desmayo a la falta de alimento y de sueño.
Decidí no comentarle mi alocada historia a nadie, para que no me consideraran loca. Por eso estoy desahogándome con usted.Ahora creo firmemente que los alienígenas existen. Es más, el otro día vi unos monitos verdes descender del cielorraso y posarse en mi chaleco de fuerza. ¡Se reían de mí, los desgraciados! Y ni le cuento del unicornio volador, o de la cara que me mira del otro lado del espejo. Usted me cree, ¿no, doctor?
1 Comments:
Como en estos días no he escrito nada nuevo, estoy abasteciendo el blog con textos míos viejos. No me juzguen taaaaaan mal, este lo escribí cuando tenía 13 años. Apenas me estaban creciendo las garras.
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